jueves, 4 de septiembre de 2014

La falcata de la familia

Mi madre me dijo que la noche que llegué al mundo se asustó y que nunca consiguió deshacerse de ese miedo. El cielo tenía un extraño color rojizo, augurio del carácter vivo y curioso que me ha acompañado hasta mi décimo tercer cumpleaños y mal presagio de lo que ha ocurrido. 

Nací en una tierra dominada por hombres fuertes y valientes para su propio pueblo; violentos y belicosos para las otras tribus que nos rodean. Hija de Héctor y Helena, mis padres eligieron para mí el nombre de Hisalina. Desde muy pequeña no jugué con las niñas de la aldea ni me interesé por las tareas propias de una mujer: yo quería ir a las guerras, defender a mi pueblo igual de bien que lo hacían mi abuelo, mis tíos, mi propio padre y hasta mis primos. Con ojos llorosos mi madre me explicaba que me convertía en la vergüenza de la familia cuando una chiquilla dotada de tanta belleza la desperdiciaba fantaseando y no haciéndole caso al cortejo de Darío, muchacho con el que estaba destinada a casarme y a darle hijos a nuestra etnia. Yo le contestaba que ese era su anhelo, no el mío.

De la lejana Britania nos llegaban historias de la audaz Boadicea, reina de los iceos, y en mi mundo onírico yo, simplemente, quería ser como ella. Los varones de mi familia admiraban sus aventuras durante los almuerzos y mientras les servía la comida deseaba que continuaran relatando las hazanas de una hembra tan admirable.

Llegó el día del cumpleaños de mi primo Paulo, que vino al mundo la misma estación del mismo año en los que llegué yo. El aniversario número 13 es muy especial para nosotros los íberos. Te conviertes en un miembro más de los defensores de la ciudad y en posible candidato para heredar la falcata familiar si todos los hombres mayores que tú fallecen en el campo de batalla. Estuve muy enfadada por no tener ni los mismos honores ni los mismos derechos que él, por la tarde me fui sola al bosque y me perdí la celebración que tuvo lugar después del ocaso, junto a la hoguera, buen vino y música de fiesta.

Era aún noche cerrada cuando permanecía en el bosque enfadada y ya no por la atención prestada a Paulo, sino por la poca que me prestaron a mí. Nadie se molestó en venir a buscarme. La oscuridad de la noche fue mi aliada. Dimas, guerrero admirado de la tribu, y mi tío Mario se adentraron ruidosamente en la parte frondosa donde yo me hallaba. En un principio pensé que estaban ebrios, pero luego me di cuenta que sólo lo fingían. Cuando se pensaron que estaban solos, se dedicaron mimos, caricias y besos que, según nuestra cultura, no son apropiados entre dos hombres. Curiosa me acerqué. Hasta el momento sólo había visto a mis padres adoptando esa actitud y esas posturas, pero ¡ay!, las hojas secas del otoño delataron mi escondite. Me obligaron a salir y se enfadaron mucho conmigo. Mi tío le dijo a Dimas que no me sujetara tan fuerte, que sólo era una mujer indefensa, pero Dimas no le escuchaba y cada vez me hacía más daño. El tío Mario veía mis gestos de dolor y le pidió que me soltara, aseguró que yo les guardaría el secreto y que nadie se enteraría de lo que había pasado. Comenzaron a discutir, y yo conseguí soltarme de las fuertes manos del loco de Dimas. Mi tío me pidió que corriese hasta casa. Dimas comenzó a correr tras de mí, amenazando con cortarme el cuello.

En el poblado todos continuaban bailando y bebiendo alrededor del fuego. Nadie me vio entrar corriendo en la choza de mi abuelo, bueno, Dimas si me vió. El también se metió en ella. Jadeante, sin abandonar el tono amenazador, me dijo que sería mejor que me acercase o me mataría. Mario entró dos minutos después y yo aproveché el despiste de Dimas con la entrada de mi tío para desenfundar la falcata del abuelo. En mis delicadas manos pesaba como tres caballos, pero yo intenté sostenerla sin mostrar nada  de esfuerzo en mi rostro. Dimas comenzó a reírse y a decirme que me iba a matar de todos modos porque ni su esposa ni el resto de su familia podían enterarse de lo que yo había visto en el bosque. Mi tío intentó razonar con él, pero Dimas no atendía a razones. En ese momento se lanzó hacia mí con los ojos más ensangrentados que los de un lobo rabioso. Con todas mis fuerzas hundí la falcata en su pecho. Se hizo el silencio. Mi tío me quitó el arma de las manos, me secó las lágrimas, me dijo que él se haría cargo de todo y me pidió que me uniera a la celebración. 

De eso hace dos horas, le espero junto a la hoguera. Todos bailan, todos ríen y todos están ajenos a la sangre derramada en la morada de mi abuelo.

Ahí viene el tío Mario. Trae el cuerpo inerte de Dimas cargado a la espalda. Se me acerca y lo tira al suelo. Todos se han girado. La música ha cesado. Les está contando que Dimas ha traicionado al pueblo haciendo tratos con los romanos y que cuando fue al bosque ha descargar el excedente de vino lo vió entregarle a uno de esos romanos, a cambio de un puñado de oro, un objeto valioso de la familia: la falacata que ahora es de su padre, que antes lo fue del padre de éste y que algún día lo será de su hermano Héctor. Les dice que no tuvo más remedio que intervenir en el trueque y que los mató a los dos. El romano y su bolsa yacen en el fondo del río y al traidor lo tienen delante. El abuelo ha dado un paso al frente, le ha abrazado y ha alzado el brazo del tío Mario como gesto victorioso. Todos aplauden y vitorean al héroe.

Hace escasos segundos, el tío Mario se me ha acercado y me ha dicho: _"Aunque digna de hombres, la falcata, nuestra falcata hoy ha sido empuñada por unas manos pequeñas de mujer pero guiada por un corazón valiente de guerrera. Guarda nuestro secreto, dulce Hisalina, pero no olvides quién eres ni lo que quieres, porque es posible que mañana necesitemos tu determinación y valía para vencer a ese pueblo tan ambicioso que viene del Mediterráneo".


Vertiendo la sangre de mi propia gente me he convertido en digna heredera del mayor tesoro entre los nuestros, de nuestra seña de identidad, de nuestra letal arma. No mataré nunca a nadie más. Ya no quiero ser guerrera, mañana aceptaré la petición de Darío y uniremos nuestros linajes hasta que los dioses nos lo permitan.