miércoles, 29 de octubre de 2014

No quería despedirme

Decisiones muchas, muchísimas las que he tomado, pero la de despedirme de ella fue de las más difíciles de toda mi vida. No corrijo, la más difícil que he tenido que tomar hasta la fecha presente. Era una viejita achacosa, pero la enfermedad se presentó sin previo aviso y yo, inmersa en mi cabezonería, la mantuve medicada más de dos meses. No me importaba el dinero, ni las visitas continuadas a la clínica, ni el desgaste físico y mental que suponía para mí. Yo no quería despedirme. Fue mi egoísmo el que la mantenía con vida. A pesar de las noches sin dormir, de los estrictos horarios, del cansancio que comenzaba a hacer mella en ambas, yo no quería despedirme. Noté como empeoraba por día que pasaba, y sin mirar para otro lado, me empeñaba en negar las evidencias porque yo no quería despedirme. A cada momento la vigilaba, me acercaba para notar su respiración, me tumbaba junto a ella para tranquilizarla, le daba de comer en mis manos porque no quería despedirme. Habían sido 14 años juntas desde que la rescaté y no estaba preparada para decirle adiós. Muchos no me entendían, aún siguen sin entenderme; no me hacen responsable, pero sí que piensan que todo podría haber sido más fácil si yo hubiese tomado la decisión de despedirme semanas antes. Fue duro, muy duro. Esa tarde tuvo más de tres ataques continuados, la señal para decidirme. Llegó la hora. Estuve con ella hasta el último latido. Mientras abandonaba la vida le pedía perdón. Han pasado casi dos meses y en la casa todos notamos su ausencia: mamá por mínimos detalles la llora a menudo, Lola duerme en su cama y Peke huele constantemente sus juguetes. Aquí siguen su correa, su comedero, su familia y su recuerdo. 

Mi Luna se fue... Y yo no quería despedirme.