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A nadie tiene que sorprenderle que en algún momento todo el mundo explote y diga _ ¡Hasta aquí!_. Yo exploté la semana pasada. Enfermé de bronquitis y tuve que quedarme en la casa muchas, muchísimas horas inútiles en las que me dio tiempo de pensar, aburrirme, dormir, desesperarme, sudar la fiebre, pero sobre todo tuve tiempo para comprobar lo poco que le importo a ciertas personas.
Llegó un momento en el que dejé de darle forma al sofá y él comenzó a moldearme a mí; entonces para distraerme del malestar, olvidarme de la molesta tos y entretenerme en esas horas de males involuntarios llamé a gente que de una forma u otra siempre tengo presente en mi vida. Lo sorprendente fue la reacción de la mayoría... No descolgaron sus teléfonos (y a gran parte de ellos los llamé más de una vez). Para mi propia sorpresa, no me molesté, casi me lo esperaba. Sabía que tenía que tenía aprecio por personas que pertenecieron a otras etapas de mi vida, y que aunque yo me empeñe en mantener cerca, no están interesados, tienen sus propios asuntos, han tomado rutas distintas, caminos que avanzan en direcciones contrarias, por lo que mi persona, obviamente, es irrelevante para esos falsos amigos.
Es una lástima, pero es así, aunque me cueste reconocerlo soy para ellos como esas máquinas de aeropuertos, salas de espera de hospitales o entradas de centros comerciales, repletas de deliciosos snacks (en mi caso: consejos, vivencias, risas, abrazos) y nadie está interesado en probar suerte con la moneda y su destreza para ver que bolsa cae víctima de la inercia, porque están demasiado ocupados y cegados por sus metas.
A partir de ahora me "cuelgo" el cartel de FUERA DE SERVICIO, y el/la que quiera saber de mí que se moleste en llamar.
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